"Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer"
Juan 15: 12-15
Cuando Dios
creó todo, solo una cosa no tuvo su aprobación. Miró a Adán, quien era el único
ser en su clase, y dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2.18). El
Señor creó a las personas para que tuvieran compañerismo emocional, mental y
físico, de modo que pudieran compartir su ser más íntimo unas con otras.
Jesús explicó
esto a sus discípulos, diciéndoles que debían amarse unos a otros tal como Él
los había amado. En una amistad que honra a Dios, dos personas se edifican
mutuamente y se animan una a otra a tener un carácter como el de Cristo. Sin
embargo, muchas no logran entablar y mantener relaciones que estimulen su fe
(Pr 27.17). Lo que hacen es hablar trivialidades propias de simples conocidos:
el clima y los asuntos mundiales. Lamentablemente, también los creyentes
rehúyen la conversación profunda en cuanto al pecado, la conducta transparente
y la vida de acuerdo con los parámetros bíblicos, que servirían para enriquecer
su fe.
Las
relaciones sólidas comienzan cuando deciden arriesgar su orgullo y su comodidad
para amar de la manera que lo hace el Señor Jesús. Reconocen que los amigos
deben motivarse unos a otros para tener más santidad. En la amistad que hay
confianza y humildad, dos personas se confiesan sus faltas, se amonestan
gentilmente y comparten sus cargas.
Las
murallas que levantamos para mantener alejadas a las personas, también las
usamos para apartar a Dios de nuestros asuntos. En la medida que aprendemos a
compartir con franqueza nuestros asuntos con un hermano en Cristo,
desarrollamos la capacidad de ser más sinceros con Dios.
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