Leer | LUCAS
15.11-16
15 de
marzo de 2013
La
independencia es una cualidad muy valorada. La enseñamos a nuestros hijos, y la
exigimos para nosotros mismos. Existen incluso estatuas y monumentos erigidos
como homenajes a la autosuficiencia y a la libertad.
Pero la
historia del hijo pródigo nos muestra un aspecto menos positivo de la
independencia; un aspecto que, lamentablemente, es parte de la naturaleza
humana. El hijo rebelde se hace cargo de su propia vida, rechazando el amor y
la protección de su padre. Por suerte, la historia no termina con el pecado del
joven; termina con la demostración de la gracia restauradora de Dios.
Pecar
significa actuar independientemente de la voluntad de Dios. Comienza con un deseo y luego la decisión de ejecutarlo.
Cuando lo hacemos, nos encontramos, como el hijo pródigo, en una “provincia
apartada”, fuera y lejos de la voluntad de Dios. Mantenerse allí es vivir en el
engaño. Nos
engañamos al pensar que sabemos más que Dios, ignorando las consecuencias.
Después viene la derrota.
Por un tiempo, todo puede parecer estar bien, pero al igual que el hijo
pródigo, descubrimos que nuestro camino lleva a la derrota. Hasta que
finalmente, comenzamos a padecer de hambre espiritual, y de carencias
emocionales. Lo que lleva a la desesperación,
donde nuestras opciones son pocas y nada agradables.
Pero
al igual que la desesperación no es el final de la historia del hijo pródigo,
tampoco tiene que ser el nuestro cuando pecamos. Jesús contó esta historia del
amor perdonador del Padre celestial, pues deseaba darnos a conocer la gracia
restauradora de nuestro Dios.
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